Detrás de las trincheras | Aquí seguimos igual de jodidos
- José David Estrada
- 3 may 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 18 jul 2020
Textos para pasar la cuarentena
COLUMNA LITERARIA
"La realidad mexicana en la literatura no ha cambiado mucho desde hace tiempo, eso será porque realmente el pueblo sigue estancado con sus gobernantes de caricatura" Jorge Salcido García

Es 3 de mayo de 1920, camino por las calles de mi Paso del Norte, perdón, Ciudad Juárez. ¡Ah! Cómo extrañaba estas tierras. Llevaba más de 10 años sin venir por acá. Estuve de expedición unos cuantos añitos, llegué hasta tierras europeas con tal de ir a conseguir el amor de una linda muchacha francesa. Sobra decir que fracasé rotundamente en mi misión.
El lugar está más chulo que como lo recuerdo, no sé si porque en las prisiones de Francia vi cosas horribles, porque extrañaba mucho el pueblito o realmente si se puso más bonito. Cuál sea la respuesta, me agrada ver que hay muchas cantinas, ¡y yo con tanta sed!
Pero no, tengo que buscar a mi compadre, al méndigo Lorenzo. El “lencho” es un tipo a todo a dar, es bien atrabancado y muy buen amigo; ya sea en una borrachera o en una pelea, ese vato nunca te deja solo. Cuando me fui a perseguir a aquella ingrata, hicimos una promesa, que el primero que tuviera un hijo le iba a poner el nombre del otro. Como no pude procrear al “lenchito”, al menos me gustaría conocer al “chepito”.
Según recuerdo, antes de irme, el papá de “lencho”, don Juan, tenía una tienda por el monumento a Juárez. Don Juan era un viejo gordo y malencarado, siempre estaba enojado y con ganas de pelearse. Cuando ibas a comprarle a su tienda siempre te miraba feo. Era de esas personas que uno no sabía porque tenía una tienda.
—¡Pero mira qué milagro! ¡Yo que pensaba que ya te habías muerto!— me grita un señor a lo lejos. Esa silueta gorda, esa cara, sin duda alguna es don Juan.
—¡Ora’! ¿Hace cuántos kilos que no nos vemos?— respondo mientras me acerco a la tienda.
—¡Bienvenido, chamaco!— me dice Don Juan mientras me abraza —Que gusto verte por aquí, ¿Dónde está la muchacha por la que te fuiste?
—Para qué le cuento, Juanito, mejor dígale al “lencho” que venga, para saludarlo— respondo efusivamente.
El rostro de alegría de don Juan cambia repentinamente por uno muy serio -Si serás idiota, ¿apoco no te llegaron las cartas?- me comenta mientras su rostro se llena de lágrimas.
—¿Cuáles cartas?— le digo sorprendido.
—Ven, pásale para adentro, te tengo que contar algo—
Entro a la tienda y don Juan y yo nos sentamos en una pequeña mesa al fondo.
—Dígame, don Juan, ¿qué le pasó a Lorenzo?—
—Fueron esos hijos de perra- dice con su clásica cara de enojo- yo le dije que no fuera, que era una locura, que lo iban a matar, pero como siempre, no me hizo caso el tarugo— don Juan respiró hondo y siguió con el relato.
—A los pocos meses de que te fuiste, los revolucionarios comenzaron a reclutar raza del pueblo. Al “lencho” esas cosas ni le interesaban, hasta que un día unos soldados le pegaron a un muchacho que repartía periódicos. Lo acusaban de villista y lo empezaron a golpear afuera de la tienda. Lencho no pudo evitar entrarle a los madrazos y defendió al pobre chavo. Algo cambió en él, porque desde ese instante quería pelear contra todos los soldados “para que no se pasen de listos”, decía.
Con el paso del tiempo, Lorenzo se juntó con ellos, los mentados villistas. Creyó en ellos, en su causa. En todas esas mentiras que le dicen a uno con tal que siga balaceando a los otros infelices.
Más o menos por mayo de 1911, decían que el ejército de Diaz andaba perdiendo terreno en el sur y que si tomaban la ciudad tenían asegurado el triunfo de la revolución. Ese maldito 10 de mayo, no lo puedo sacar de mi vida. Fue un día horrible. Desde bien tempranito empezaron los disparos. Al principio solo fue eso, puros balazos. En la tarde, comenzaron a caer muchos cuerpos por todos lados, se escuchaban ruidos de todo tipo; soldados, niños, señoras. Casi todos corrían con la ropa llena de sangre.
A mi “lencho” lo mataron por aquí cerca. Cuando me asomé por la ventana lo alcancé a ver algunas veces. Las primeras veces que lo vi andaba a caballo; parecía un demonio, mataba a todo lo que pasaba. La última vez que lo miré, ya no estaba en su caballo, sangraba de la pierna izquierda y tres soldados iban atrás de él. Pasaron veinte segundos y se escuchó una docena de balazos, uno tras otro.
Esa noche, los pinches revolucionarios hicieron fiesta. Nadie se acordó de los muertos, todos andaban ocupados celebrando con Madero. Aquí velamos lo que quedó del cuerpo. No quiero imaginarme las atrocidades que hizo “lencho”, pero pareciera que los soldados se las querían cobrar todas porque le metieron como 7 tiros en la cabeza.
A una década de ese horrendo día, todavía no entiendo por qué tenemos que festejarlo. Todos los que vivimos ese momento sabemos que fue una pesadilla, pero los del resto del país quieren hacernos creer que aquí “triunfó la libertad”. Yo no sabré mucho de política, pero con Diaz, Madero, Huerta o como se llame el presidente, aquí seguimos igual de jodidos.
Don Juan se levantó de la mesa y sonriendo me dijo:
—Mira, hasta para eso tienes suerte, muchacho cabrón.
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